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jueves, septiembre 27, 2012

EL FANTASMA DEL NOBEL

 
Foto del escritor colombiano cuando trabjaba en el periodico "Espectador" en la década del ciencuenta del siglo pasado. 
Trasncribo una de las columnas más bellas de Gabo a proposito de todas las tensiones que despierta el premio nobel de literatura. 

Todos los años, por estos días, un fantasma inquieta a los escritores grandes: el Premio Nobel de Literatura. Jorge Luis Borges, que es uno de los más grandes y también uno de los candidatos más asiduos, protestó alguna vez en una entrevista de Prensa por los dos meses de ansiedad a que lo someten los augures. Es inevitable: Borges es el escritor de más altos méritos artísticos en lengua castellana, y no pueden pretender que le excluyan, sólo por piedad, de los pronósticos anuales. Lo malo es que el resultado final no depende del derecho propio del candidato, y ni siquiera de la justicia de los dioses, sino de la voluntad inescrutable de los miembros de la Academia Sueca.No recuerdo un pronóstico certero. Los premiados, en general, parecen ser los primeros sorprendidos. Cuando el dramaturgo irlandés Samuel Beckett recibió por teléfono la noticia de su premio, en 1969, exclamó consternado: «¡Dios mío, qué desastre!». Pablo Neruda, en 1971, se enteró tres días antes de que se publicara la noticia, por un mensaje confidencial de la Academia Sueca. Pero la noche siguiente invitó a un grupo de amigos a cenar en París, donde entonces era embajador de Chile, y ninguno de nosotros se enteró del motivo de la fiesta hasta que los periódicos de la tarde publicaron la noticia. «Es que nunca creo en nada mientras no lo vea escrito», nos explicó después Neruda con su risa invencible. Pocos días más tarde, mientras comíamos en un fragoroso restaurante del Boulevard Montparnasse, recordó que aún no había escrito el discurso para la ceremonia de entrega, que tendría lugar 48 horas después en Estocolmo. Entonces volteó al revés la hoja de papel del menú, y sin una sola pausa, sin preocuparse por el estruendo humano, con la misma naturalidad con que respiraba y la misma tinta verde, implacable, con que dibujaba sus versos, escribió allí mismo el hermoso discurso de su coronación.
La versión más corriente entre escritores y críticos es que los académicos suecos se ponen de acuerdo en mayo, cuando se empieza a fundir la nieve, y estudian la obra de los pocos finalistas durante el calor del verano. En octubre, todavía tostados por los soles del Sur, emiten su veredicto. Otra versión pretende que Jorge Luis Borges era ya el elegido en mayo de 1976, pero no lo fue en la votación final de noviembre. En realidad, el premiado de aquel año fue el magnífico y deprimente Saul Bellow, elegido de prisa a última hora, a pesar de que los otros premiados en las distintas materias eran también norteamericanos.
Lo cierto es que, el 22 de septiembre de aquel año -un mes antes de la votación-, Borges había hecho algo que no tenía nada que ver con su literatura magistral: visitó en audiencia solemne al general Augusto Pinochet. «Es un honor inmerecido ser recibido por usted, señor presidente», dijo en su desdichado discurso. «En Argentina, Chile y Uruguay se están salvando la libertad y el orden», prosiguió, sin que nadie se lo preguntara. Y concluyó impasible: «Ello ocurre en un continente anarquisado y socavado por el comunismo». Era fácil pensar que tantas barbaridades sucesivas sólo eran posibles para tomarle el pelo a Pinochet. Pero los suecos no entienden el sentido del humor porteño. Desde entonces, el nombre de Borges había desaparecido de los pronósticos. Ahora, al cabo de una penitencia injusta, ha vuelto a aparecer, y nada nos gustaría tanto a quienes somos al mismo tiempo sus lectores insaciables y sus adversarios políticos que saberlo por fin liberado de su ansiedad anual.
Sus dos rivales más peligrosos son dos novelistas de lengua inglesa. El primero, que había figurado sin mucho ruido en años anteriores, ha sido ahora objeto de una promoción espectacular de la revista Newsweek, que lo destacó en su portada del 18 de agosto como el gran maestro de la novela; con mucha razón. Su nombre completo es nada menos que Vidiadhar Surajprasad Naipaul, tiene 47 años, nació aquí al lado, en la isla de Trinidad, de padre hindú y madre caribe, y está considerado por algunos críticos muy severos como el más grande escritor actual de la lengua inglesa. El otro candidato es Graham Greene, cinco años menor que Borges, con tantos méritos y también con tantos años de retraso como él para recibir ese laurel senil.
En el otoño de 1972, en Londres, Naipaul no parecía muy consciente de ser un escritor del Caribe. Se lo recordé en una reunión de amigos y él se desconcertó un poco; reflexionó un instante, y una sonrisa nueva iluminó su rostro taciturno. «Good claim», me dijo. Graham Greene, en cambio, que nació en Berkhamsted, ni siquiera vaciló cuando un periodista le preguntó si era consciente de ser un novelista latinoamericano. «Por supuesto», contestó. «Y me alegro mucho, porque en América Latina están los mejores novelistas actuales, como Jorge Luis Borges». Hace algunos años, hablando de todo, le expresé a Graham Greene mi perplejidad y mi disgusto de que a un autor como él, con una obra tan vasta y original, no le hubieran dado el Premio Nobel.
«No me lo darán nunca», me dijo con absoluta seriedad, «porque no me consideran un escritor serio ».
Los tres enigmas de la Academia Sueca
La Academia Sueca, que es la encargada de conceder el Premio Nobel de literatura, sólo ese, se fundó en 1786, sin pretensiones mayores que la de parecerse a la Academia Francesa (*). Nadie se imaginó entonces, por supuesto, que con el tiempo llegaría a adquirir el poder consagratorio más grande del mundo. Está compuesta por dieciocho miembros vitalicios de edad venerable, seleccionados por la propia academia entre las figuras más destacadas de las letras suecas. Hay dos filósofos, dos historiadores, tres especialistas en lenguas nórdicas y sólo una mujer. Pero no es ese el único síntoma machista; en los ochenta años del premio, sólo se lo han concedido a seis mujeres, contra 69 hombres. Este año será concedido por una decisión impar, pues uno de los académicos más eminentes, el profesor Lindroth Sten murió el pasado 3 de septiembre: hace quince días.
Cómo proceden, cómo se ponen de acuerdo, cuáles son los compromisos reales que determinan sus designios, es uno de los secretos mejor guardados de nuestro tiempo. Su criterio es Imprevisible, contradictorio, inmune incluso a los presagios, y sus decisiones son secretas, solitarias e inapelables. Si no fueran tan graves, podría pensarse que están animadas por la travesura de burlar todos los vaticinios. Nadie como ellos se parece tanto a la muerte.
Otro secreto bien guardado es dónde está invertido un capital que produce tan abundantes dividendos. Alfred Nobel (con acento en la e y no en la o), creó el premio en 1895 con un capital de 9.200.000 dólares, cuyos intereses anuales debían repartirse cada año, a más tardar el 15 de noviembre, entre los cinco premiados. La suma, por consiguiente, es variable, según haya sido la cosecha del año. En 1901, cuando se concedieron los premios por primera vez, cada premiado recibió 30.160 coronas suecas. En 1979, que fue el año de intereses más suculentos, recibió cada uno 160.000 coronas (2.480.000 pesetas).
Dicen las malas lenguas que el capital está invertido en las minas de oro de Africa del Sur y que, por consiguiente, el Premio Nobel vive de la sangre de los esclavos negros. La Academia Sueca, que nunca ha hecho una aclaración pública ni respondido a ningún agravio, podría defenderse con el argumento de que no es ella, sino el Banco de Suecia, quien administra la plata. Y los bancos, como su nombre lo indica, no tienen corazón.
El tercer enigma es el criterio político que prevalece en el seno de la Academia Sueca. En varias ocasiones, los premios han permitido pensar que sus miembros son liberales idealistas. Su tropiezo más grande, y más honroso, lo tuvieron en 1938, cuando Hitler prohibió a los alemanes recibir el Premio Nobel, con el argumento risible de que su promotor era judío. Richard Khun, el alemán que aquel año había merecido el Nobel de química, tuvo que rechazarlo. Por convicción o por prudencia, ninguno de los premios fue concedido durante la segunda guerra mundial. Pero tan pronto como Europa se repuso de sus quebrantos, la Academia Sueca cometió la que parece ser su única penosa componenda; le concedió el premio de literatura a sir Winston Churchill sólo porque era el hombre con más prestigio de su tiempo, y no era posible darle ninguno de los otros premios, y mucho menos el de la paz.
Tal vez las relaciones más difíciles de la Academia Sueca han sido con la Unión Soviética. En 1958, cuando el premio le fue concedido al muy eminente Boris Pasternak, este lo rechazó por temor de que no se le permitiera regresar a su país. Las autoridades soviéticas consideraron el premio como una provocación. Sin embargo, en 1965, cuando el premiado fue Mikhail Sholokhov, el más oficial de los escritores oficiales soviéticos, las proplas autoridades de su país lo celebraron con júbilo. En cambio, cinco años más tarde, cuando se lo concedieron al disidente mayor, Alexander Solzhenitsyn, el Gobierno soviético perdió los estribos y llegó a decirse que el Premio Nobel era un instrumento del imperialismo. A mí me consta, sin embargo, que los mensajes más cálidos que recibió Pablo Neruda con motivo de su premio provenían de la Unión Soviética, y algunos de muy alto nivel oficial. «Para nosotros», me dijo, sonriendo, un amigo soviético, «el Premio Nobel es bueno cuando se lo conceden a un escritor que nos gusta, y malo cuando sucede lo contrario». La explicación no es tan simplista como parece. En el fondo de nuestro corazón todos tenemos el mismo criterio.
El único miembro de la Academia Sueca que lee en castellano, y muy bien, es el poeta Artur Lundkvist. Es él quien conoce la obra de nuestros escritores, quien propone sus candidaturas y quien libra por ellos la batalla secreta. Esto lo ha convertido, muy a su pesar, en una deidad remota y enigmática, de la cual depende en cierto modo el destino universal de nuestras letras. Sin embargo, en la vida real es un anciano juvenil, con un sentido del humor un poco latino, y con una casa tan modesta que es imposible pensar que de él dependa el destino de nadie.
Hace unos años, después de una típica cena sueca en esa casa -con carnes frías y cerveza caliente-, Lundkvist nos invitó a tomar el café en su biblioteca. Me quedé asombrado; era increíble encontrar semejante cantidad de libros en castellano, los mejores y los peores revueltos, y casi todos dedicados poi sus autores vivos, agonizantes o muertos en la espera. Le pedí permiso al poeta para leer algunas dedicatorias, y él me lo concedió con una buena sonrisa de complicidad. La mayoría eran tan afectuosas, y algunas tan directas al corazón, que a la hora de escribir las mías me pareció que hasta la sola firma resultaba indiscreta. Complejos que uno tiene, ¡qué carajo!
 
EL FANTASMA DEL NOBEL 2
Se ha dicho muchas veces que los más grandes escritores de los últimos ochenta años se murieron sin el Premio Nobel. Es una exageración, pero no demasiado grande. Leon Tolstoy, cuya novela Guerra y paz es, sin duda, la más importante en la historia del género, murió en 1910, a la edad muy nobiliaria de 82 años, cuando ya el Premio Nobel se había adjudicado diez veces. Su libro magistral llevaba ya 4.5 años de gloria, con numerosas traducciones y reimpresiones en el mundo entero, y ningún crítico dudaba de que estaba destinado a existir para siempre.En cambio, de los diez escritores que obtuvieron el Premio Nobel mientras Tolstoy vivía, el único que permanece vivo en la memoria es el inglés Rudyard Kipling. El primero que lo obtuvo fue el francés Sully Prudhomme, que era muy famoso en su tiempo, pero cuyos libros no se encuentran ahora, sino en librerías muy especializadas. Más aún, si uno busca su nombre en un diccionario francés, se encuentra con una definición previa que parece una mala jugada del destino: «Prototipo moderno de la nulidad satisfecha y la trivialidad magistral». Otro de los diez primeros laureados fue el polaco Henryck Sienkiewicz, que se había colado de contrabando en la gloria con su ladrillo inmortal, Quo Vadis. Otro había sido Federico Mistral, un poeta provenzal que escribió en su lengua vernácula y que tuvo el triste honor de compartir el premio con uno de los dramaturgos más deplorables que parió la madre España: don José Echegaray, ilustre matemático a quien Dios tenga en su santo reino.
En los dieciséis años siguientes murieron sin obtener el premio otros cinco de los grandes escritores de todos los tiempos: Henry James, en 1916; Marcel Proust, en 1922; Franz Kafka, en 1924; Joseph Conrad, en el mismo año, y Rainer Maria Rilke, en 1926. También durante esos años estaban sentados en el escaño de los genios nadie menos G. K. Chesterton, que murió sin su premio en 1936, y James Joyce, que murió en 1941, cuando su Ulysses había cambiado el curso de la novela en el mundo, diecinueve años después de su publicación.
En cambio, de los catorce autores que lo obtuvieron en esa mala época, sólo cuatro perduran: el inglés Maurice Maeterlink, los franceses Romain Rolland y Anatole France, y el irlandés George Bernard Shaw. El indio Rabindranat Tagore, a quien debemos tantas lágrimas de caramelo, fue arrastrado por los vientos de la justicia del carajo. Knut Hamsun, el noruego que obtuvo el premio en 1920 en el apogeo de la gloria, ha corrido la misma suerte, aunque menos merecida. Dos años después, la Academia Sueca sufrió su segundo accidente mortal en lengua castellana: el inefable don Jacinto Benavente, a quien Dios tenga lo más cerca posible de don José Echegaray hasta el fin de los siglos. Con mayores o menos méritos, ninguno de los premiados de este lapso lo merecieron tanto como los que se murieron mereciéndolo.
La omisión de Kafka y Proust es comprensible. En 1917, cuando el Premio Nobel fue compartido por dos ilustres conocidos en su casa -Karl Gjellerup y Heriryk Pontoppidan-Franz Kafka tuvo que retirarse de la compañía de seguros donde trabajaba, y murió siete años después aniquilado por la tuberculosis en un hospital de Viena. La metamorfosis, su obra maestra, había sido publicada poco antes en una revista alemana. Sólo en 1926 -como se sabe tal vez demasiado-, su amigo Max Brod contrarió la voluntad del muerto, y publicó sus dos novelas geniales: El castillo y El proceso. Ese año le concedieron el Premio Nobel a la italiana Grazia Deledda, quien vivió todavía diez años más para creerlo.
La dudosa justicia
También Marcel Proust murió sin conocer su gloria. En 1916, el primer tomo de su obra máxima había sido rechazado por varios editores, y entre ellos Gallimard, por decisión de su consejero literario, André Gide, quien por cierto había de ser el muy justo Premio Nobel de 1947. Fue publicado más tarde por cuenta del propio autor. Luego, en 1919, publicó el segundo volumen -A la sombra de las muchachas en flor-, que le valió un prestigio inmediato, y la distinción mayor de las letras francesas: el Premio Goncourt. Pero hay que ser justos: sólo un poder adivinatorio real hubiera podido prever lo que sería el espléndido monumento literario de este siglo: A la búsqueda del tiempo perdido, sólo publicada en su totalidad después de la muerte del autor.
En la misma conversación que cité aquí ayer, Graham Greene me dijo que sus dos influencias decisivas habían sido las de Henry James y Joseph Conrad, ambos considerados en vida como dos clásicos de la lengua inglesa. El año en que muríó Henry James, el Premio Nobel fue el sueco Verner V. Heldenstam. El año en que murió Conrad lo fue otro escritor nacido en Polonia -como él-: Wladyslaw Reymont. Ninguno de los dos era un genio oculto, como sin duda lo son el griego Giorgios Seferis, premiado en 1963, y el norteamericano Isaac B. Singer, premiado en 1978.
Al contrario de Kafka y de Proust, Conrad había vivido su gloria. Había publicado dieciséis novelas y numerosos cuentos, la mayoría de ellos magistrales; estaba reconocido como uno de los más grandes escritores de su tiempo y se había dado el lujo de rechazar el título de caballero del imperio, británico. Acababa de cumplir 67 años, que entonces era una buena edad para morirse tranquilo.
Marie Curie obtuvo el Premio Nobel de Física en 1903, compartido con su esposo Pierre, y obtuvo, luego, el de Química, ella sola, en 1911. También el norteamericano John Bardeem compartió el premio de Física en 1956, por descubrir los efectos del transistor, y volvió a compartirlo en 1972, por su aporte al desarrollo de la teoría de la superconductividad. Por último, el profesor Linus Carl Pauling, que obtuvo el premio de Química en 1954, repitió con el de la Paz en 1962. Einstein, en cambio, mereció dos veces el premio de Física, y sólo se lo dieron una vez. Los encargados de adjudicarlo fueron previsivos: temiendo que la teoría de la relatividad resultara falsa, le concedieron el premio por el descubrimiento de la ley de los fenómenos fotoeléctricos.
La Academia Sueca no incurre en jesas frivolidades. Al contrario: si una virtud hay que reconocerle es su carácter drástico. No tiene miedo de equivocarse -y se equivoca mucho, por supuesto-, concede el premio una sola vez por una obra de toda la vida, y parece considerar que quien es bueno en una ciencia no puede serlo también en el arte de las letras. La única inconsecuencia en que ha incurrido -y tal vez no lo vuelva a hacer- fue adjudicar un premio póstumo, en 1931, al poeta más popular de Suecia, Erik Axel Karlfeldt, que había muerto seis meses antes. Más raro aun: Karlfeldt había declinado el premio en 1918, y en consecuencia fue declarado desierto ese año. Uno no se explica entonces por qué no se hizo lo mismo cuando lo rechazaron Boris Pasternak, en 1958, y Jean Paul Sartre, en 1964, sino que se les siguió considerando premiados contra su voluntad.
En todo caso, una superstición muy difundida entre escritores pretende que el Premio Nobel de Literatura es siempre un homenaje póstumo: de 75 premiados, sólo doce están vivos. Conozco varios escritores grandes que por estos días no sienten la ansiedad de Borges, sino todo lo contrario, un terror metafísico, porque cada vez prospera más la creencia de que nadie sobrevive siete años al Nobel de las letras. Las estadísticas no lo prueban, pero tampoco lo desmienten: veintidós han muerto dentro de ese plazo.
El mal ejemplo lo dieron los primeros. Sully Proudhomme murió seis años después de recibirlo. El alemán Theodoro Mominsen murió al cabo de un año. El noruego Bjornstjierne Bjiornson murió a los siete años. El récord del primer decenio lo batió el poeta italiano Giosué Carducci, que recibió el Premio Nobel en noviembre de 1906 y murió en febrero del año siguiente. Sin embargo, el récord actual lo conserva el gran poeta inglés John Galsworthy, quien recibió el premio en 1932 y murió sesenta días después del hecho.
Quienes no creen en supersticiones, por supuesto, tienen la explicación lógica: la edad promedio a que se adjudica el premio es de 64 años, de modo que es una probabilidad estadística que los premiados mueran dentro de los siete años siguientes. Lo demuestran por la negativa con los premiados más jóvenes: Rudyard Kipling, el más joven de todos, que lo recibió a los 42 años, murió a los 76: Sinclair Lewis, que lo obtuvo a los 45, murió a los 66; Pearl S. Buck, la bien olvidada, que lo obtuvo a los 46, murió a los 81, y Eugenio O'Neill, que lo recibió a los 48, murió a los 73. La excepción bien triste fue Albert Camus, que obtuvo el premio a los 44 años, en el esplendor de su gloria y su talento, y murió dos años después, en el accidente de un automóvil conducido por un destino que tal vez no era el suyo.
Sin embargo, la vida siempre encuentra la manera de estar contra la lógica. Para demostrarlo está la lista de los tres premiados más viejos: el alemán Paul Heyse, con ochenta años; Bertrand Russell, con 78, y Winston Churchill, con 79. Heyse, que en este caso es la excepción al revés, murió cuatro años después del premio. Pero Churchill sobrevivió once años, fumándose una caja de puros y bebiéndose dos botellas de coñá al día, y Bertrand Russell batió todas las marcas mundiales: murió veinte años después de recibir el premio, a los 98 años de su edad.
Números misteriosos
El caso más extraño, y fuera de todo cálculo, fue el de Shmuel Y. Agnon y Nelly Sachs, que compartieron el premio en 1966. Agnon había nacido en la India en 1888, pero emigró a Israel con su familia, y adquirió la nacionalidad israelí. Fue, sin duda, el más grande novelista hebreo. Nelly Sachs, que fue una gran póeta y muy buena autora de teatro, había nacido en Berlín en 1891, también en el seno de una familia hebrea, pero conservó siempre la nacionalidad alemana. Al principio de la segunda guerra mundial escapó de la persecución nazi y se radicó en Suecia. El 17 de febrero de 1970, a la edad de 82 años, Agnon murió en Jerusalén, cuatro años después de recibir el Premio Nobel. Ochenta y cuatro días después, el 12 de mayo, y a los setenta años de su edad, Nelly Sachs murió en Estocolmo.
Jean Paul Sartre no dió nunca ninguna muestra de creer en estos misterios de los números. Salvo una; cuando un periodista le preguntó si estaba arrepentido de haber rechazado el Premio Nobel, contestó: «Al contrario, eso me salvó la vida.» Lo inquietante es que murió seis meses después de decirlo.
GABRIEL GARCIA MARQUEZ